El libro es en buena medida el homenaje que Abad le hace al héroe de su vida, al padre cercano, de corazón generoso, compasivo y tolerante, al médico humanista, catedrático universitario, consultor en la OMS, obsesionado por la medicina social preventiva y la extensión de la salud pública a todos los rincones de la ciudad: cuestiones tan básicas (y al parecer tan subversivas) como potabilizar los acueductos o vacunar a los niños, y (en un mismo impulso ciudadano): un sentido de la justicia y una valiente defensa de los derechos humanos que en esos años costaba la vida. También el novelista, el hijo, sufrió persecución, algún atentado, y el exilio en Italia tras pasar por Madrid. La grandeza de este libro no reside solo en componer un gran óleo del padre: la historia mira más lejos y se vuelve denuncia y diagnóstico del “país más violento del mundo” (p.205), escenario impune de miles y miles de desaparecidos, torturados, asesinados o exiliados. Abad señala hacia el irresoluble y cruento conflicto secular entre progreso e involución, renovación y tradición, Ilustración y catolicismo ancestral, en América Latina. Exalta la tolerancia y critica los dogmatismos, los falsos ídolos y santos y toda suerte de extremismos religiosos y políticos. El autor parece aspirar a un intento de redención a través de la enumeración fechada de tantas muertes, y muestra hasta qué punto son las palabras nuestras únicas armas: capaces de rescatar, salvar y postergar en lo posible el olvido. Cuando el médico cae desplomado sobre el pavimento de la calle aquel verano del 87, lleva en su bolsillo la lista de amenazados que lo incluye y, copiado a mano, el célebre poema de Borges que explica el título de Abad, cuyo comienzo es: “Ya somos el olvido que seremos…”
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